Orgullo como memoria viva, como herida abierta y como promesa de futuro
Cada junio, el mundo se llena de colores. Las calles, las redes, las vitrinas y los discursos se visten con arcoíris. A veces da la impresión de que celebramos algo ganado, como si el Orgullo fuera una fiesta por algo que ya conseguimos y pudiéramos dejar atrás. Pero no. El Orgullo no es solo celebración. Es memoria. Es duelo. Es una llama que arde porque hubo fuego, porque hubo dolor, y porque todavía hay muchas razones para seguir luchando.
Es fácil olvidar -o querer olvidar- de dónde viene esta conmemoración. No nació en un desfile, ni en una campaña publicitaria, ni en una mesa de diálogo. Nació en una revuelta, en una noche calurosa de 1969, en un pequeño bar de Nueva York llamado Stonewall Inn. Allí, personas que habían sido golpeadas, silenciadas, expulsadas de sus casas, privadas de trabajo y dignidad, decidieron que ya era suficiente. Se enfrentaron a la policía. A la humillación cotidiana. Al sistema. No con discursos ni con permisos, sino con rabia, con tacones, con ladrillos, con lágrimas.
Eran travestis, drag queens, jóvenes sin hogar, personas trans, lesbianas, trabajadores sexuales, racializades. Eran, como tantas veces en la historia, los márgenes de los márgenes. Quienes menos tenían. Quienes menos importaban. Y, sin embargo, fueron elles quienes encendieron la mecha.
Stonewall no fue el comienzo de todo, pero sí un punto de inflexión. Un “basta” que resonó más allá de las fronteras, un acto de dignidad colectiva que obligó al mundo a mirar de frente a lo que no quería ver.
Hoy, décadas después, seguimos marchando. Por ellos. Por nosotros. Por quienes ya no están y por quienes vendrán. Porque, aunque nos vendan la idea de que todo está ganado, sabemos que no es verdad. Siguen matando a personas trans. Siguen despidiendo a gente por su orientación sexual. Siguen echando a adolescentes de sus casas por atreverse a amar. Siguen diciendo que existimos “demasiado”. Que mejor nos callemos. Que no incomodemos.
Y sin embargo, aquí estamos. Resistiendo. Reivindicando el derecho a existir sin pedir disculpas. Sin encogernos. Sin esconder nuestras historias.
El Orgullo no es una moda ni una estrategia de marketing. Es una trinchera. Es un refugio. Es la posibilidad de caminar por la calle tomado de la mano de quien amas sin sentir miedo. Es levantar la voz por quienes no pueden. Es abrazar a la niña que fuiste y decirle que un día todo tendrá sentido. Es mirar a los más jóvenes a los ojos y prometerles que no están solos.
También es incomodidad. Porque hablar de Orgullo es hablar de dolor. De las veces que nos reímos para no llorar. De las terapias de conversión, del bullying, del miedo en la adolescencia. De los armarios que pesan como tumbas. De los funerales que se llenaron de silencio porque nadie quiso decir la palabra “gay”.
Pero también es alegría. Una alegría construida con esfuerzo. Con vínculos elegidos, con comunidad, con afectos rebeldes. Porque en un mundo que nos enseñó a odiarnos, aprender a amarnos es un acto revolucionario.
Este mes, claro que celebramos. Bailamos, cantamos, marchamos. Pero no olvidamos. Porque el Orgullo no es solo lo que mostramos al mundo. Es lo que cuidamos en lo más íntimo. Es la historia que contamos para no desaparecer. Es la memoria de quienes lucharon antes de nosotros. Es el compromiso con un futuro donde vivir libremente no sea una excepción, sino una regla.
Porque el Orgullo no es un eslogan. Es sobrevivir cuando todo parecía diseñado para hacernos desaparecer. Es aprender a habitar el cuerpo con ternura, a ponerle nombre a lo que sentimos, a inventar familia donde antes hubo rechazo.
Cada vez que salimos a la calle con la frente en alto, estamos haciendo memoria. Cada vez que amamos sin pedir permiso, estamos corrigiendo una historia escrita sin nosotres. Cada vez que nos sostenemos entre abrazos, estamos sembrando futuro.
Y no, no es fácil. Pero aquí seguimos. Con cicatrices, con dudas, con orgullo. Porque merecemos existir con dignidad, con alegría y con libertad. No porque el mundo nos las haya regalado, sino porque las hemos conquistado, una por una, desde la herida y desde el amor.
Ese es el fuego que no se apaga.
